miércoles, 28 de octubre de 2020

El sudoku

El sudoku (del japonés “su”, que quiere decir “número” y “doku”, que significa “único”) es hoy en día uno de los pasatiempos más conocidos a nivel mundial. Se trata de un juego de lógica constituido por una cuadrícula de 9x9 celdas (81 en total) que hay completar con números del 1 al 9, de forma que ningún número se repita en una misma fila, columna o subcuadrícula de 3x3, a partir de unas cifras iniciales que sirven de pista. Sus reglas son así de sencillas, lo que no evita que existan numerosos niveles de dificultad, desde los más fáciles hasta aquellos que plantearían un auténtico reto a los mayores aficionados y expertos. Cada sudoku se caracteriza por tener una única solución.

Aunque el sudoku no se popularizó hasta mediados de los años 2000, su origen se sitúa en la segunda mitad del S.XVIII en los “cuadrados latinos” ideados por el matemático suizo Leonhard Euler. Un cuadrado latino es una matriz de “n” x “n” elementos (que Euler decidió que fueran símbolos latinos, de ahí su nombre) en el que cada casilla está ocupada por uno de esos “n” elementos, de manera que cada uno de ellos aparece solo una vez en cada fila y en cada columna.

A finales de los años setenta del S.XX, la compañía norteamericana Dell Puzzles Magazines se fijó en el potencial de estos cuadrados como entretenimiento y decidió empezar a publicarlos tomando para “n” el valor de “9”, con una pequeña diferencia con respecto a los cuadrados de Euler: la cuadrícula sería dividida en nueve bloques con nueve celdas cada uno, en los cuales los números, que abarcarían desde el 1 hasta el 9, tampoco se podrían repetir. El nuevo pasatiempo recibió el nombre “Number place” (traducido: “el lugar del número”).

En los años siguientes su éxito desembocó en un importante aumento de las publicaciones, algunas incluso dedicadas exclusivamente al pasatiempo. En los ochenta llegó a Japón, donde tuvo una gran acogida y recibió el nombre por el que es más conocido hoy en día: “sudoku”.

Aunque el interés decayó durante algunos años, la casualidad quiso que un juez neozelandés, Wayne Gould, se cruzara con un libro de sudokus en una librería de Tokio. Quedó tan fascinado con el pasatiempo que decidió pasar los años siguientes tratando de crear un programa informático que fuera capaz de generarlos. Tras una exitosa publicación en un periódico local, su mujer Gaye, profesora de Lingüística, propuso en un viaje a Londres la entrega de varios sudokus al periódico británico The Times. Su gran recepción significó el pistoletazo de salida para un juego que en pocos años se extendería por todo el mundo.

Con el paso de los años, la popularidad del pasatiempo llevó a la creación de una gran variedad de juegos similares, como son el “sudoku killer”, el “sudoku roku”, el “super sudoku” o el “sudoku samurai”, de concepto idéntico pero con algunas diferencias y que pueden encontrarse fácilmente en innumerables periódicos, revistas, libros y aplicaciones o páginas web.

Reflexionando sobre el éxito del sudoku, muchos opinan que es debido a su gran accesibilidad: no requiere conocer ningún idioma ni poseer grandes habilidades matemáticas, ya que su dificultad abarca un amplio abanico de posibilidades desde los juegos más sencillos a los más exigentes. Es apto para cualquiera a quien le apetezca pasar un buen rato.

Los sudokus han sido también recomendados por expertos debido a sus beneficios en la salud mental, ya que se piensa que su realización ayuda a estimular la mente, agilizar el pensamiento y mejorar la memoria.

Personalmente me considero un gran fan del juego, que llevo practicando con asiduidad desde que era un adolescente, precisamente en los años en los que se popularizó, a mediados de los 2000. Desde entonces habré completado cientos de ellos, siendo hasta la fecha un elemento indispensable en mi tiempo libre.

 

domingo, 18 de octubre de 2020

El grafeno

El grafeno, sustancia compuesta por carbono puro cuyos átomos se disponen en forma hexagonal, es un alótropo del mismo, lo cual quiere decir que se trata de una molécula de un mismo elemento que puede presentar diferentes estructuras, dando lugar a las denominadas variedades alotrópicas como el grafeno, el grafito o el diamante en el caso del carbono. Otros alótropos conocidos son el oxígeno atmosférico y el ozono (del oxígeno) o el fósforo rojo y el fósforo blanco (del fósforo).

El grafito fue acuñado a finales del S.XVIII por el minerólogo alemán Abraham Gottlob, a partir del vocablo griego “graphein”, que significa escribir, debido a su uso generalizado en la fabricación de lápices. Cambiando “ito” por “eno”, la terminación correspondiente para los enlaces dobles de carbono que unen los átomos del grafeno, se obtuvo el término utilizado para referirse al mismo.

El grafeno se observó por primera vez en un microscopio electrónico en 1962, no siendo aislado y caracterizado hasta 2004 en la Universidad de Manchester por los físicos Andre Geim y Konstantin Novoselov, quienes a raíz de ello recibieron el Premio Nobel de Física en 2010.

El grafeno es transparente, muy flexible y elástico, además de duro y resistente: una lámina de grafeno de un átomo de espesor es 200 veces más resistente que una lámina de acero del mismo espesor. Su ligereza es también sorprendente: es 5 veces mayor que una de aluminio. El grafeno presenta además una alta conductividad térmica (capacidad de los materiales para conducir el calor) y eléctrica (capacidad para dejar pasar la corriente eléctrica), impermeabilidad, autorreparabilidad (ante la pérdida de átomos, aquellos cercanos al hueco interactuan con los vecinos, reduciendo el tamaño de dicho hueco) e incluso propiedades bactericidas (es capaz de inhibir el crecimiento de microorganismos como los virus, bacterias y hongos).

Las propiedades anteriores, entre otras muchas, le confieren al grafeno un diverso abanico de interesantes aplicaciones que un futuro podrían revolucionar el ámbito tecnológico: ordenadores, móviles, satélites, automóviles…

No obstante, la dificultad de su elaboración en calidad y cantidad suficientes, así como ciertas incógnitas en sus efectos sobre los seres vivos en altas concentraciones, hacen inviable por el momento alcanzar dichas aplicaciones.


miércoles, 7 de octubre de 2020

Charlotte Murchison

                   


Charlotte Murchison nació en 1788 en Hampshire (Inglaterra). Hija del general Francis Hugonin y la florista Charlotte Edgar, a los 27 años se casó con el soldado Roderick Murchison, con quien realizó numerosos viajes por diferentes regiones de Francia, Italia y los Alpes, donde empezó a fijarse en distintas especies vegetales y formaciones rocosas. En 1816, durante uno de sus viajes contrajo la malaria, enfermedad que por poco no acabó con su vida entonces y que le produciría efectos adversos durante muchos años, hasta su muerte en 1869.

Durante su estancia en Roma, la pareja trabó una estrecha amistad con la científica escocesa Mary Somerville. Tiempo después de establecerse ambos en Barnard Castle (Inglaterra), Charlotte intentó convencer a su marido de que retomara los estudios en geología, disciplina que a ella le interesaba en gran medida y que llevaba años practicando por medio de la recolección de minerales y su dibujo y estudio. En 1824 se trasladaron a Londres para que Roderick pudiera asistir a una serie de conferencias.

Durante los años siguientes, Charlotte trabajó junto a su marido en diferentes estudios y proyectos de campo. Durante esta época acompañó a la paleontóloga inglesa Mary Anning, de quien se hizo gran amiga, en la búsqueda y estudio de fósiles a lo largo de la costa sur de Inglaterra, que posteriormente continuó por su propia cuenta.

Charlotte logró una colección de calidad tal que reconocidas personalidades como el minerólogo y botánico inglés James DeCarle Sowerby o el geólogo y paleontólogo inglés William Buckland incluyeron especímenes de la misma en sus estudios y publicaciones. Sowerby, por su parte, llamó a un fósil de Ammonites, que había sido dibujado previamente por ella, “Ammonites Murchisonae” en su honor.

A pesar de su impresionante trayectoria, Charlotte no había tenido la oportunidad de cursar estudios universitarios debido a su condición de mujer, lo que trató de cambiar en 1831 intentando convencer al famoso geólogo escocés Charles Lyell, autor de los conocidos “Principios de geología” y amigo y colaborador de la pareja, de que le permitiera asistir a las conferencias que impartía en King’s College. Aunque en un principio se mostró reticente, finalmente Lyell cedió, tras lo cual Charlotte decidió asistir también a las reuniones de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia.

En 1838 se mudaron una vez más, en esta ocasión a Belgravia, donde las visitas de numerosos científicos y políticos incrementó el prestigio de la pareja, especialmente de Charlotte.

Pocos años más tarde, las secuelas de la malaria, afección contra la que Charlotte llevaba luchando toda su vida, se hicieron tan graves que le resultó imposible continuar con los viajes de estudio junto a su marido, realizando el último de ellos en 1847. En los años siguientes continuó trabajando con él, pero en menor medida ante su cada vez más deteriorado estado de salud. Murió en 1869.

Las contribuciones a la geología de Charlotte Murchison a través de todos sus estudios, de su colección de fósiles y de sus dibujos esquemáticos de paisajes geológicos se consideran hoy en día de valor incalculable.